EL FUTURO DE EUROPA
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La desigualdad corroe el proyecto europeo
La crisis y las políticas económicas dominantes
erosionan la cohesión social, disparan los niveles de pobreza y ensanchan la
brecha entre ricos y pobres
CLAUDI PÉREZ Bruselas 5 ENE 2014 - 22:19 CET279
Seis años largos después del arranque de la Gran
Recesión, el número de británicos que se ven obligados a acudir a instituciones
benéficas para comer se ha multiplicado por 20, según un informe reciente de
Trussell Trust. Italia reconoció la semana pasada a través de su Gobierno que
los niveles de pobreza han subido a máximos desde 1997. El número de españoles
atendidos en los servicios de acogida de Cáritas ha pasado de 370.000 a 1,3
millones en lo que va de crisis. A Grecia han vuelto enfermedades como la
malaria y la peste.
La pobreza es una abstracción, menos para quienes
la padecen: los síntomas de empobrecimiento colectivo y de creciente
desigualdad están por todas partes. Desde la Gran Depresión hasta la década de
los setenta, Occidente se volvió cada vez menos desigual gracias a lo que los
economistas llaman políticas contracíclicas; a partir de ahí todo eso empezó a
arrojarse por la borda. La crisis actual no ha hecho sino agudizar las
desigualdades en Europa.
Los datos que ofrecen Eurostat, la Comisión
Europea, la OCDE, el Banco Mundial y los informes del Luxembourg Income Studies
son rotundos. Los índices de desigualdad crecieron durante los ochenta y se
redujeron en los noventa, en general, en los países avanzados —aunque en España
fue justo al revés—, para volver a agrandarse en los años previos a la crisis.
Europa era en 2007 más desigual que en 1970. Una vez iniciada la Gran Recesión,
la brecha entre ricos y pobres siguió creciendo levemente hasta 2010, y cogió
velocidad con el estallido de la crisis de deuda —aunque ahí los datos aún
tienen que confirmar con todas las de la ley los ya numerosos indicios—, que
llevó al continente a activar duras políticas de austeridad.
Entre los países más desiguales del continente
figuran los bálticos, los latinos —España ocupa el segundo lugar y es también
el segundo país que más ha incrementado la desigualdad entre los Veintiocho— y
los de Europa del Este, junto con los anglosajones, Reino Unido e Irlanda. Los
menos desiguales son los centroeuropeos, que en algunos casos, como los de
Alemania y Holanda, han aprovechado la crisis para reducir el abanico entre
ricos y pobres.
Los países latinos, anglosajones y bálticos son los
más desiguales
El alud de cifras de fuentes diversas es abrumador,
y a veces contradictorio. Pero pueden espigarse algunos números que subrayan
esa tendencia indiscutible hacia la mayor desigualdad. El 20% de los europeos
más ricos gana cinco veces más que el 20% más pobre —un indicador que crece muy
levemente en la eurozona— si bien en países como Grecia y España esa cifra es
de hasta siete veces más, según Eurostat. En España, en particular, los datos
de desigualdad crecen a toda velocidad, a un ritmo muy superior a la media. Y,
al igual que en los países anglosajones, la cicatriz es especialmente visible
en el 1% más rico: en 1976, el presidente de la tercera entidad bancaria
española ganaba ocho veces más que el empleado medio; hoy gana 44 veces más.
El ritmo es asfixiante, aunque las magnitudes aún
están lejos de las de EE UU: el primer ejecutivo de General Motors se llevaba a
casa unas 66 veces el sueldo de un empleado medio; hoy, el presidente de
Wal-Mart gana un salario unas 900 veces mayor. En general, la tendencia es
preocupante en toda Europa, pero no caben los tenebrismos: las desigualdades
son superiores en EE UU y en los países emergentes, donde la renta per cápita
sube y millones de personas han salido de la pobreza, pero los más ricos son
mucho más ricos que los pobres en comparación con los estándares europeos.
La media docena de fuentes consultadas para esta
información coinciden en ese diagnóstico. Thomas Picketty, autor de un
monumental libro sobre desigualdad —Capital en el Siglo XXI, aún no traducido
al español—, asegura a este diario que la creciente desigualdad europea obedece
a varias razones. En economías con bajo nulo crecimiento económico y de
población, los efectos redistributivos del sistema fiscal y del Estado de
Bienestar son menores. La crisis agudiza esa tendencia: reduce prestaciones,
dificulta el acceso a la educación de los desfavorecidos y, en general, “avería
el denominado ascensor social”. La globalización, la financiarización de las
economías y la ingeniería fiscal han agudizado esa tendencia. “El problema
básico de la UE es que nuestras insitituciones políticas no funcionan:
activaron durísimos planes de austeridad para restaurar la credibilidad fiscal,
pero nada de eso ha funcionado. Europa necesita imperiosamente más unión
política, pero esta vez para acabar con la competencia fiscal, para volver a
disponer de instrumentos que permitan luchar contra la desigualdad”, apunta.
La desigualdad es corrosiva; el historiador Tony
Judt, ya fallecido, aseguraba que corrompe a las sociedades desde dentro. La
Comisión Europea ha empezado a activarse ante un problema que se adivina más y
más importante, pero con los mecanismos habituales: promete poner en marcha un
indicador de desigualdad y, a falta de políticas —y dinero fresco—, ha apretado
el botón de alerta: “Europa encarda una era de desigualdad creciente; la crisis
ha golpeado particularmente a los más débiles, a las generaciones más jóvenes y
a las ciudades y regiones más pobres. En los dos últimos año s hay más de siete
millones de personas adicionales en riesgo de pobreza. Hay que moverse para
salvaguardar el modelo social europeo”, explica el comisario Laszlo Andor.
Porque eso es lo que está en juego: las tendencias
actuales corroen el contrato social europeo y puede que eso acabe
desencadenando problemas sociales. Pese a que la crisis invita a ser prudente,
ya ha habido acciones más o menos violentas (Grecia, Portugal, el movimiento
15-M) que se han movilizado contra ese incremento de la brecha entre ricos y
pobres, pese a que esos brotes son aún insuficientes para concentrar el
suficiente capital político. Y aun así, la sensación de que la alternancia
política es meramente decorativa, la impresión cada vez más generalizada de que
nada cambia en Bruselas, en Fráncfort o en Berlín, los verdaderos centros de
decisión europeos, puede provocar que toda esa presión derivada del incremento
de las desigualdades es evacúe hacia los populismos, según temen fuentes
europeas. “Los extremismos, además, buscan chivos expiatorios —la inmigración,
la corrupción, el descrédito de las instituciones— y desvían el punto de mira
del que debería ser el auténtico objetivo: reformas fiscales audaces y
cooperación fiscal internacional para taponar los agujeros negros del sistema
financiero”, apunta una fuente europea.
Charles Wyplosz, del Graduate Institute, añade que
la Gran Recesión “no ha dejado de elevar el grado de desigualdad, y no va a
dejar de hacerlo: ¿Quiénes han perdido su empleo, y quiénes van a seguir
perdiéndolo? Para suavizar eso se inventaron las políticas contracícilicas: para
acortar recesiones y aliviar el sufrimiento de los más desfavorecidos. Pero
Europa insiste en que este es el precio que hay que pagar para purgar los
pecados del pasado, el despilfarro fiscal y la falta de reformas. En cierto
modo, los políticos que han abrazado esa narrativa tienen razón, pero en algún
momento alguien tiene que darse cuenta de que todo este castigo tiene algo de
inmoral y puede llevarse por delante el proyecto europeo”.
La desigualdad es uno de los aspectos más
controvertidos y va y viene, una y otra vez. En el siglo XIX, Karl Marx y David
Ricardo alertaron de las incógnitas que suponían altos niveles de desigualdad
para el conjunto del sistema. Tras el crack de 1929 llegaron décadas de
esplendor y el debate se soterró cuando los niveles de desigualdad bajaron
drásticamente. En algunos lugares, algunos indicadores de desigualdad vuelven a
niveles próximos a los años previos a la Gran Depresión: Estados Unidos ha
tomado nota y su presidente, Barack Obama, señala la lucha contra la desigualdad
como “uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo”; Nueva York ha elegido a
un alcalde, Bill DeBlasio, que llevaba la desigualdad como el mascarón de proa
de su campaña; los mejores economistas se enzarzan en agrias polémicas al
respecto.
En Europa, cuna de Marx y Ricardo, el nivel del
debate es muy inferior. Pero empieza a estar ahí. ¿Qué dicen los marxistas al
respecto? Costas Lapavitsas, profesor de la Universidad de Londres, es tajante:
“Las políticas de rescate han agravado la desigualdad en todos los aspectos:
salarios, pensiones, desempleo, laminación del Estado del Bienestar. Queda
claro que la UE no tiene ya un programa keynesiano, que proyecte poder blando a
través del crecimiento y el nivel de vida: se ha convertido en un proyecto
neoliberal puro, elitista, socialmente insensible, que promueve una nueva
estratificación social. Dadas las pobres perspectivas de Europa, las cosas solo
pueden empeorar: política y socialmente, más desigualdad sería un serio peligro
para Europa a la vista de los extremismos que vienen”.
Desde la ortodoxia, un economista muy diferente a
Lapavitsas, Daren Acemoglu, apunta en la misma dirección: “Lo más peligroso de
la desigualdad es cuando llega a tocar la política: la democracia corre riesgos
cuando hay gente con mucho dinero que puede llegar a tener un enorme poder”. El
sociólogo español José María Maravall huye de tenebrismos y explica que la
tendencia hacia la mayor desigualdad es inequívoca, pero en el pasado “ya pudo
controlarse a través del gasto social y de las orientaciones políticas de los
Gobiernos europeos en determinadas épocas, la más reciente durante los años
noventa”. ¿Hay políticos en Europa dispuestos a dar un golpe de timón con
políticas redistributivas, y electorados dispuestos a apoyarles?