Articular el malestar
SOBREAVISO / René Delgado
03 Oct. 2015
Nada inusual es oír la pregunta: ¿por qué, en otros países, ante agravios menores a los que aquí cometen las autoridades, la reacción social responde con fuerza y marca un "hasta aquí" a su respectivo gobierno, obligándolo a castigar y enmendar el abuso cometido?
La interrogante resurge cuando, en el extranjero, algún abuso o acto indebido de gobierno provoca un movimiento social que cimbra la estructura política y se alza con la victoria que reivindica a la ciudadanía. Brota, sobre todo, cuando sucesos semejantes ocurren de manera paralela en algún otro país y en México. La acción del gobierno extranjero ante la inconformidad contrasta con la omisión de nuestro gobierno ante el malestar. Así ha sido, al menos, con lo sucedido en España, Brasil, Chile y más recientemente en Guatemala y lo sucedido acá.
Quizá, por eso, cuando aquí resurge la pregunta, aflora con algo de admiración y envidia, mucho de rabia, cierta brizna de humor, pero sobre todo con fuerte dosis de resignación. Actitud que da por sentada una suerte de designio: esos fenómenos sólo acontecen en otras latitudes, acá siempre se desvanecen ante la dejadez, la indiferencia y el olvido.
Tal realidad invita a reflexionar ya no sobre la conveniencia de reclamar lo que el gobierno y los partidos hacen o deshacen o, sencillamente, ignoran, sino sobre la posibilidad de estructurar la demanda, articular el malestar, activar el movimiento y ensayar derroteros distintos a fin de alcanzar estadios diferentes.
· · ·
Sin duda, la historia de cada país descifra el enigma de por qué ante fenómenos parecidos, las reacciones sociales son distintas y las respuestas gubernamentales diferentes. Empero, aceptar que la historia corre por inamovibles carriles confinados es asumir destinos manifiestos y, justo ahí, es donde hay que rebelarse y explorar rutas distintas.
En el caso mexicano, los grandes movimientos que han sacudido y cambiado al país parecieran haber perdido en algún punto su ritmo y rumbo. Así, aun cuando arrancan con fuerza espeluznante, concluyen de modo distinto al esperado o ansiado. Los movimientos de independencia, reforma o revolución... fueron interrumpidos, descarrilados, neutralizados, o bien, cambiaron la naturaleza de su causa. De ahí que, de pronto, los héroes consagrados caigan de su pedestal y los villanos condenados se levanten de su tumba.
Hacia finales de los ochenta, el impulso ciudadano a la democratización, combinado con fortuna por los liderazgos de Cuauhtémoc Cárdenas y Manuel Clouthier, y acicateado por el fraude electoral de Carlos Salinas, perdió fuerza y no concluyó la transición iniciada.
Los arreglos cupulares del priismo y el panismo con el consecuente aislamiento de la izquierda dilataron la consolidación de un régimen electoral con sello ciudadano en el control y regulación de los procesos. Luego, se aflojó el paso y se dio lugar a una lucha por el poder sin más y, ahora, hay síntomas de regresión. Los partidos sólo se interesaron por el reparto del poder, no por su sentido.
Paso a paso, los partidos se desentendieron del reclamo ciudadano, aseguraron prebendas y prerrogativas, al tiempo que monopolizaron la política. Abandonaron la plaza pública y se sentaron a la mesa de negociación, reduciendo ésta a un asunto de canje o cuotas, dejando por convidado de piedra a la ciudadanía. Despilfarraron el bono democrático, renunciaron a hacer de la alternancia la alternativa, limitándola a una cuestión de turno en el poder. En el colmo de la perversión de su vínculo con la ciudadanía, invirtieron los términos de éste: la ciudadanía pasó a ser instrumento de los partidos, en vez de que estos fueran herramienta de ella.
Ahora, como dice el senador Zoé Robledo, se está en la etapa donde con el dinero se hace política y, luego, con la política se hace dinero. Hoy, salvo excepciones y en el colmo del absurdo, es difícil distinguir la diferencia entre los políticos, así pertenezcan a partidos distintos.
· · ·
Lo paradójico de esta situación en la que la ciudadanía eleva el reclamo democrático, pero carece de instrumentos de participación, es el creciente número de grupos u organizaciones ciudadanas interesadas en construir o rehabilitar los fundamentos de la democracia y del Estado de derecho.
Agrupaciones que, sin embargo, concentran su demanda en el exclusivo foco de su interés sin mirar qué pretende la que se encuentra a su costado. Tal dispersión facilita la resistencia del gobierno y los partidos ante el reclamo ciudadano, al tiempo que dificulta a éste coronar su esfuerzo. Y algo peor: a veces, esos grupos ciudadanos batallan por separado, cuando en el fondo, su objetivo es el mismo.
Un ejemplo. Los periodistas que enfocaron el caso Narvarte a partir de la defensa de la libertad de expresión, los padres de los normalistas de Ayotzinapa que reclaman en dar con el paradero de sus hijos o los defensores de los migrantes que al cruzar el país son víctima de abuso, concentran su esfuerzo en su exclusiva causa sin advertir el común denominador que, en todas ellas, tiene el crimen organizado, o bien la asociación de éste con las fuerzas oficiales del Estado. Se dan tres frentes, cuando en realidad es el mismo.
Ejemplos sobran. Quienes insisten en establecer por norma a candidatos, funcionarios y dirigentes políticos presentar las tres de tres declaraciones, quienes promueven la rendición de cuentas, quienes no cejan en ejercer y defender el derecho a la transparencia y el acceso a la información, quienes proponen vigilar y reordenar el gasto público dan, en conjunto, la batalla contra la opacidad y la corrupción... pero por separado.
· · ·
Alejados los partidos de sus electores y el gobierno de sus gobernados, la circunstancia obliga a estructurar la demanda, articular el malestar, radicalizar el activismo ciudadano y, sin renunciar al diálogo, organizar jornadas de protesta.
De otro modo, la pregunta de por qué en otros países ocurren sucesos que aquí no acontecen mantendrá sus signos de interrogación, liberando al gobierno y los partidos de dar respuesta. Ocurrirán cosas allá, mientras acá la clase política se regocijará al decir: no pasa nada, no pasa nada.
sobreaviso12@gmail.com
La interrogante resurge cuando, en el extranjero, algún abuso o acto indebido de gobierno provoca un movimiento social que cimbra la estructura política y se alza con la victoria que reivindica a la ciudadanía. Brota, sobre todo, cuando sucesos semejantes ocurren de manera paralela en algún otro país y en México. La acción del gobierno extranjero ante la inconformidad contrasta con la omisión de nuestro gobierno ante el malestar. Así ha sido, al menos, con lo sucedido en España, Brasil, Chile y más recientemente en Guatemala y lo sucedido acá.
Quizá, por eso, cuando aquí resurge la pregunta, aflora con algo de admiración y envidia, mucho de rabia, cierta brizna de humor, pero sobre todo con fuerte dosis de resignación. Actitud que da por sentada una suerte de designio: esos fenómenos sólo acontecen en otras latitudes, acá siempre se desvanecen ante la dejadez, la indiferencia y el olvido.
Tal realidad invita a reflexionar ya no sobre la conveniencia de reclamar lo que el gobierno y los partidos hacen o deshacen o, sencillamente, ignoran, sino sobre la posibilidad de estructurar la demanda, articular el malestar, activar el movimiento y ensayar derroteros distintos a fin de alcanzar estadios diferentes.
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Sin duda, la historia de cada país descifra el enigma de por qué ante fenómenos parecidos, las reacciones sociales son distintas y las respuestas gubernamentales diferentes. Empero, aceptar que la historia corre por inamovibles carriles confinados es asumir destinos manifiestos y, justo ahí, es donde hay que rebelarse y explorar rutas distintas.
En el caso mexicano, los grandes movimientos que han sacudido y cambiado al país parecieran haber perdido en algún punto su ritmo y rumbo. Así, aun cuando arrancan con fuerza espeluznante, concluyen de modo distinto al esperado o ansiado. Los movimientos de independencia, reforma o revolución... fueron interrumpidos, descarrilados, neutralizados, o bien, cambiaron la naturaleza de su causa. De ahí que, de pronto, los héroes consagrados caigan de su pedestal y los villanos condenados se levanten de su tumba.
Hacia finales de los ochenta, el impulso ciudadano a la democratización, combinado con fortuna por los liderazgos de Cuauhtémoc Cárdenas y Manuel Clouthier, y acicateado por el fraude electoral de Carlos Salinas, perdió fuerza y no concluyó la transición iniciada.
Los arreglos cupulares del priismo y el panismo con el consecuente aislamiento de la izquierda dilataron la consolidación de un régimen electoral con sello ciudadano en el control y regulación de los procesos. Luego, se aflojó el paso y se dio lugar a una lucha por el poder sin más y, ahora, hay síntomas de regresión. Los partidos sólo se interesaron por el reparto del poder, no por su sentido.
Paso a paso, los partidos se desentendieron del reclamo ciudadano, aseguraron prebendas y prerrogativas, al tiempo que monopolizaron la política. Abandonaron la plaza pública y se sentaron a la mesa de negociación, reduciendo ésta a un asunto de canje o cuotas, dejando por convidado de piedra a la ciudadanía. Despilfarraron el bono democrático, renunciaron a hacer de la alternancia la alternativa, limitándola a una cuestión de turno en el poder. En el colmo de la perversión de su vínculo con la ciudadanía, invirtieron los términos de éste: la ciudadanía pasó a ser instrumento de los partidos, en vez de que estos fueran herramienta de ella.
Ahora, como dice el senador Zoé Robledo, se está en la etapa donde con el dinero se hace política y, luego, con la política se hace dinero. Hoy, salvo excepciones y en el colmo del absurdo, es difícil distinguir la diferencia entre los políticos, así pertenezcan a partidos distintos.
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Lo paradójico de esta situación en la que la ciudadanía eleva el reclamo democrático, pero carece de instrumentos de participación, es el creciente número de grupos u organizaciones ciudadanas interesadas en construir o rehabilitar los fundamentos de la democracia y del Estado de derecho.
Agrupaciones que, sin embargo, concentran su demanda en el exclusivo foco de su interés sin mirar qué pretende la que se encuentra a su costado. Tal dispersión facilita la resistencia del gobierno y los partidos ante el reclamo ciudadano, al tiempo que dificulta a éste coronar su esfuerzo. Y algo peor: a veces, esos grupos ciudadanos batallan por separado, cuando en el fondo, su objetivo es el mismo.
Un ejemplo. Los periodistas que enfocaron el caso Narvarte a partir de la defensa de la libertad de expresión, los padres de los normalistas de Ayotzinapa que reclaman en dar con el paradero de sus hijos o los defensores de los migrantes que al cruzar el país son víctima de abuso, concentran su esfuerzo en su exclusiva causa sin advertir el común denominador que, en todas ellas, tiene el crimen organizado, o bien la asociación de éste con las fuerzas oficiales del Estado. Se dan tres frentes, cuando en realidad es el mismo.
Ejemplos sobran. Quienes insisten en establecer por norma a candidatos, funcionarios y dirigentes políticos presentar las tres de tres declaraciones, quienes promueven la rendición de cuentas, quienes no cejan en ejercer y defender el derecho a la transparencia y el acceso a la información, quienes proponen vigilar y reordenar el gasto público dan, en conjunto, la batalla contra la opacidad y la corrupción... pero por separado.
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Alejados los partidos de sus electores y el gobierno de sus gobernados, la circunstancia obliga a estructurar la demanda, articular el malestar, radicalizar el activismo ciudadano y, sin renunciar al diálogo, organizar jornadas de protesta.
De otro modo, la pregunta de por qué en otros países ocurren sucesos que aquí no acontecen mantendrá sus signos de interrogación, liberando al gobierno y los partidos de dar respuesta. Ocurrirán cosas allá, mientras acá la clase política se regocijará al decir: no pasa nada, no pasa nada.
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